“En fin, que conozcan ese amor que sobrepasa nuestro conocimiento, para que sean llenos de la plenitud de Dios. Al que puede hacer muchísimo más que todo lo que podamos imaginarnos o pedir, por el poder que obra eficazmente en nosotros…” (Efesios 3:19, 20).
Comencé a tomar café desde chico. No recuerdo exactamente cuándo, pero creo que fue en la década del ‘70. Antes de cumplir los 10 años tuve una tos rara y lo único que me calmaba era el café. Era como un bálsamo para mi garganta. Así que lo adopté como segunda bebida. La primera por lejos era, como para la mayoría de los chicos, la leche chocolatada.
Con el paso de los años, las tareas hasta tarde durante la secundaria y más adelante el trabajo convirtieron al café en mi compañero inseparable. Durante muchos años la forma más común de prepararlo fue con cafeteras eléctricas o simplemente con un filtro de tela o de papel. Y durante muchos años el café más común para usar era el que se conseguía en todas partes: el café molido torrado con azúcar.
Al tiempo sumé una cafetera italiana y una francesa. Hasta tenía una pequeña cafetera express para llevar en vacaciones. Pero en todas las cafeteras usaba el mismo café molido y torrado con azúcar.
Con el boom de las cafeterías de especialidad que comenzó hace casi 15 años llegaron los baristas, profesionales expertos en la preparación del café. Y llegó también la educación e información que no tenía hasta el momento.
Lo más sorprendente fue descubrir que el torrado del café es un proceso que agrega azúcar durante el tostado del grano para disimular su mala calidad. El azúcar genera una película que recubre el grano que da como resultado un café oscuro, fuerte y sin matices. Y es un sistema que está prohibido en casi todo el mundo, excepto en Argentina y en solo 4 países más.
Por otra parte, el tostado de los granos de café es esencial porque resalta sus características únicas, mejorando sus sabores y aromas naturales. Es un proceso de transformación en el que se libera todo el potencial de los granos, transformándolos en una bebida rica, aromática y sabrosa.
¿Cuántas veces tomamos por costumbre, desconocimiento o falta de búsqueda el mismo pobre y feo café en nuestra relación con Dios a lo largo de nuestra vida?
Cada sistema para preparar café lleva una molienda distinta que puede variar de grueso a fino, de acuerdo al tiempo en que el café estará en contacto con el agua, tiempo que también varía según el sistema empleado. Si es demasiado corto, el café quedará aguado y sin sabor; si es demasiado largo, puede resultar amargo.
Ahora bien, me surgen varias preguntas y analogías relacionadas a este proceso. Me pregunto cuántas veces tomé por costumbre, desconocimiento o falta de búsqueda el mismo pobre y feo café en mi relación con Dios a lo largo de mi vida. Me pregunto qué gusto tiene mi relación con Él. ¿Es sabrosa e intensa u oscura y sin matices? ¿Le dedico el tiempo adecuado o busco un contacto instantáneo? ¿Hay algo que, como el azúcar al grano, está tapando o impidiendo que me desarrolle?
Cada uno de nosotros fue creado con dones y talentos únicos. Como en cada grano de café, Dios quiere que explotemos nuestro máximo potencial viviendo una vida plena (Juan 10:10). Él nos “tuesta” a través de distintas circunstancias, a fin de que liberemos todas nuestras capacidades (Santiago 1:2-4).
En Romanos 12:2 Pablo nos anima a que cambiemos la receta, y en los versículos 6 al 8 nos da varias pistas en lo que podemos ser útiles. Revisemos y enriquezcamos nuestra relación con el Señor mediante la palabra, la oración, la adoración y el servicio, a fin de obtener y disfrutar una relación sabrosa con Dios y convertirnos en verdaderos baristas suyos.
“Querido Dios, gracias por llenarme de capacidades. No quiero conformarme con una vida sin sabor. Quiero enriquecer mi vida y dedicarte más tiempo para conocerte y liberar todo el potencial que hay en mí”.
