¿Entraste a tu tumba?

Leyendo una nota esta mañana, escrita por un amigo, me hizo ver la resurrección de Jesús desde otra perspectiva. No es que esté descubriendo algo nuevo ni creando una nueva teología al respecto. Jesús resucitó, mi fe sostiene eso hasta el final, y punto. Pero quiero detenerme en otro aspecto, y tiene que ver con nosotros mismos.

Vemos diferentes actitudes de las primeras personas que, cuando fueron a visitar la tumba del Maestro, la encontraron vacía. Primero fue Magdalena, aquella mujer que tanto favor había recibido de Jesús, que al llegar a la tumba y verla vacía, se llenó de temor y de angustia. Era tan enceguecedor ese temor que ni siquiera le permitía recordar que Jesús ya les había dicho que iba a resucitar. Es más, cuando vio al Ángel sentado allí, llegó a preguntarle si sabía dónde habían escondido el cuerpo de Jesús.

Ese “baño de realidad” que vivían aquellos discípulos en el camino a Emaús era tal que no se daban cuenta que tenían delante de ellos al mismísimo milagro viviente y no se daban cuenta.

Luego, los caminantes a Emaús. Relatan los Evangelios que dos de los seguidores de Jesús, luego de haberse cruzado con Magdalena, iban caminando hacia un pueblo llamado Emaús, y comentaban con mucho pesar lo sucedido. Es como cuando alguien habla con su amigo sobre la muerte de aquella persona que parecía que jamás iba a morir. De pronto, el mismo Jesús, cubierto con la capucha de su túnica, se les suma en el camino y se pone a hablar con ellos haciéndose el distraído. No podía creer que no lo hubieran reconocido. Ese “baño de realidad” que vivían aquellos discípulos era tal que no se daban cuenta que tenían delante de ellos al mismísimo milagro viviente y no se daban cuenta.

Por último, los elegidos, sus 11 (Judas ya no estaba, había decidido salirse de la escena), que estaban encerrados en una de las casas, temiendo por sus vidas. ¿Qué pasará con aquellos que seguían a Jesús a todas partes, ahora que había muerto? Burlas, difamación, en el mejor de los casos, persecución, cárcel y tal vez la misma muerte, en situación extrema. Pero, los Evangelios dicen que cuando Magdalena descubrió la tumba vacía, Pedro y algunos de los discípulos también corrieron allí y se maravillaron. Entonces, ¿qué pasó en el medio de eso como para que de nuevo estén los once apichonados en una casa? ¿De qué sirvieron tres años al lado del mejor Maestro, para esconderse en el momento más importante de la historia? Jesús tuvo que aparecer en persona para que se dieran cuenta que se había cumplido la profecía. Aun así, Tomás necesitó pruebas contundentes para creer que era Él, y tuvo que palpar sus heridas para corroborarlo.

Cada vez que entramos a nuestras tumbas, la gloria de Dios está allí, sentadita como el Ángel que le anunció a Magdalena que Jesús había resucitado.

Tanto Magdalena, como los discípulos, entraron a la tumba, vieron que Jesús ya no estaba allí, y tuvieron distintas reacciones, las mismas que tenemos cuando hacemos nuestros exámenes introspectivos, cuando entramos a nuestras propias tumbas, vemos el panorama que Dios tiene para nosotros, pero, aun así, tomamos posturas diferentes. Dios se muestra con el mayor de los milagros, con el mejor de los favores, con la mejor noticia de nuestra vida, pero nuestra tumba todavía está regada de temores, dolores, angustias, incredulidades… cosas que nos enceguecen y hacen que nos perdamos lo que Dios tiene para nosotros. Hasta que se nos tiene que aparecer resucitado para que le creamos. No hace falta esperar a que eso suceda; no pasemos a la historia como Tomás, que tuvo que ver y tocar para creer, y a quien Jesús le dejó la tristemente célebre frase “tuviste que tocarme para creer”.

Cada vez que entramos a nuestras tumbas, la gloria de Dios está allí, sentadita como el Ángel que le anunció a Magdalena que Jesús había resucitado. Está en cada uno creer y salir a anunciar la noticia o esconderse hasta corroborar que esa noticia sea cierta. Está en nosotros dejar que el temor nos invada y, en nombre de “ser realista”, no ver que Jesús camina al lado nuestro. Está en nosotros dejarnos ganar por la incredulidad y esperar a tocar el milagro para creer, o hacerlo sin necesidad de ver (en eso consiste la fe, ¿no?).

Por eso, te invito en este momento a entrar a tu propia tumba, a tu interior, y a ver con ojos espirituales aquello que Dios tiene para vos, en cualquier área de tu vida que sea. Y a no permitir que el temor, el desgano, la incredulidad, el realismo, impidan que la gloria de Dios se manifieste en tu vida. Hoy es un buen día para reflexionar sobre esto y dejar que ese Ángel sentado en tu tumba te diga: “No temas. Él ha resucitado”.



Damián Sileo

Periodista argentino. Con más de 30 años de trayectoria en los medios cristianos de comunicación social. Autor del libro «El rock y el pop en la iglesia». Fundador de la Unión de Comunicadores Cristianos de la Argentina.
Es editor de VidaCristiana.com